“El Mesías”, de Georg Friedrich Händel, un glorioso oratorio que oculta una historia que merece ser contada
Cada vez que se aproxima el tiempo de Navidad, miles de personas en el mundo volvemos a escuchar las magníficas arias y coros que integran la obra de música sacra más celebrada de todos los tiempos: “El Mesías”, de Georg Friedrich Händel. Bajo este glorioso oratorio se oculta una historia que merece ser contada. Incluso, el gran escritor Stefan Zweig llegó a considerar que se trata de uno de los momentos estelares de la humanidad, de esos que marcan un nuevo rumbo para el mundo.
El 13 de abril de 1737, Händel, agotado, enfermo y sobrepasado de deudas, cae desplomado por un ataque de parálisis cerebral que le causa una apoplejía en la parte derecha del cuerpo. Su estado es tan lamentable que el médico afirma: “tal vez podamos conservar al hombre. Al músico lo hemos perdido”. Sin embargo, con la fuerza de un espíritu incontenible, el compositor viaja a los baños calientes de Aquisgrán, en donde al cabo de seis semanas está nuevamente en forma. Algunos hablan de una curación milagrosa.
En poco tiempo, Händel está nuevamente componiendo. Óperas, oratorios, odas... Hemos recuperado al hombre y al músico. No obstante, a la vuelta de un par de años regresa la sombra más densa y oscura. Por un lado, los tiempo son difíciles: la muerte de la reina interrumpe las audiciones, comienza la guerra en España, adviene sobre Londres un invierno tremendo que congela el Támesis. Con el frío llegan las enfermedades. Los conciertos se suspenden. En 1740, Händel se encuentra en un estado de sequedad creativa. Los críticos lo acosan, el público percibe que ha pasado de moda. Las deudas aumentan. Deprimido y cansado, el gran genio no sale a la calle para evitar ser atosigado por cobradores. Recorre por las noches las calles de Londres, desencantado del mundo, arruinado, sin el justo reconocimiento que merece su genialidad. Sin ideas, sin creatividad, se siente despreciado, abandonado, cansado de vivir.
En esta ocasión, Händel no siente el ímpetu gigantezco que lo movió a curarse contra toda esperanza en 1737. Más bien, percibe que su espíritu está muerto. Un día encuentra una carta del libretista Charles Jennens: le pide que componga la música para un oratorio sobre la vida de Cristo con palabras tomadas de la Biblia. Händel percibe una burla cruel. ¿Por qué le piden eso a un hombre muerto? Inquieto por una obstinada curiosidad, decide darle una ojeada al manuscrito del libreto.
Stefan Zweig imagina lo que sentiría Händel con los textos que aparecían ante sus ojos. Las primeras palabras que lee dicen “Comfort ye”, consuélense. Continúa leyendo palabras del profeta. Siente que Dios le habla directamente a él: “lift up thy voice with strenght; lift it up, be no afraid”, levanta tu voz con fuerza; levántala, no tengas miedo. Las palabras de Isaías, Malaquías, Mateo, Lucas, empiezan a producir un efecto extraño en el corazón del gran compositor. Los pasajes de la Escritura suenan en su mente como envueltos en una música que sube hasta la bóveda celeste. En su interior siente pulsaciones, vitalidad intensa. Las música no para de sonar. El caudal de la creatividad crece de forma incontenible. Cuando lee la misteriosa palabra “Hallelujah!”, todo su ser se estremece. Experimenta en su visión un regocijo vocal que, en palabras de Zweig, le duele “como un fuego líquido que quisiera salir a chorros, desbordarse”. La palabra “Hallelujah!”, que es una abreviación en hebreo de “alaben a Yahvé” no deja de crecer como en olas expansivas que se repiten como si fueran un canto eterno que no se extingue jamás. Händel toma la pluma, se siente como arrebatado de sí mismo y comienza a escribir. Pasa la noche entera trazando notas. Las ideas no dejan de invadirlo. Apenas come, pierde la noción del tiempo. Y así transcurren las siguientes tres semanas.
En tan solo 24 días Händel ha escrito una obra monumental que dura alrededor de dos horas y media. Esta es, quizá, la más grande hazaña en la historia de la composición musical. Reflexionando sobre esos días dirá después que no sabría con certeza si estaba dentro o fuera de su cuerpo. Nunca quizo tomar mucho crédito de la obra. Tenía la impresión de que no le pertenecía. Le pidieron que donara la recaudación del estreno para ayudar a los presos y a los enfermos, pero Händel no se conformó con donar solo lo de la primera fecha. Nunca quizo cobrar dinero por la obra.
El 13 de abril de 1742, el mismo día en que cinco años atrás había caído desplomado por la parálisis, se estrenó en Dublín El Mesías. Desde entonces, ningún año ha dejado de sonar. Una y otra vez se escuchan las palabras alegres que anuncian la presencia de Dios entre nosotros y nos llenan de esperanza viva, la esperanza que surge de la convicción de que no estamos solos y de que la maldad de la historia no tiene la última palabra.